En incontables ocasiones en estos últimos años me había preguntado, por qué dejé de escribir, si las voces de mi interior no sólo no habían cesado, sino que gritaban con más fuerza.
Ya fuesen historias de fantasía, o la descripción de
un momento concreto, o mis demonios interiores gritando palabras sin cesar,
dignas de cualquier entrada de blog, o del siguiente capítulo de uno de mis
libros, con más palabras que un tweet
y más imágenes que un nuevo post de Instagram, redes en las que también había dejado de publicar.
Era como si las manos tras las letras, o el botón del móvil para hacer la foto, hubiesen desaparecido. Esa era la clave, ahí lo veía, no había nada, el tiempo se había detenido porque yo había desaparecido.
No podía escribir si no tenía manos que lo hicieran,
si no era dueña de mis actos, de mis pensamientos, si estaba perdida.
Desaparecer, cuántas veces había querido hacerme
invisible hasta que ni yo misma pudiera verme, no hacer ruido, no moverme, no
respirar.
Me había tragado tanto dolor, tantos sentimientos,
tantas decepciones, que me habían invadido por completo dejando de existir y
dejando de ser.
Qué pasaba cuando todo lo que creías que eras ya no
estaba.
Qué pasaba cuando la imagen del espejo al que evitabas
hace años, resultaba que era de una persona que no reconocías.
Cuando a pesar de estar con más personas no querías ni
hablar, cuando te encantaría gritar hasta desgarrarte la garganta, si
físicamente fueses incapaz de aguantar ni un rasguño más en tu lastimado
corazón.
Siempre había tenido idas y venidas, felicidad y
tristeza, siempre extremos, no sabía estar bien, sabía estar excelente o sabía no
estar, dentro de mí no existían los grises, todo era de colores vivos o del
negro más profundo y miserable, ese que me atrapaba, que me envolvía y con el
que me sentía flotar hasta no sentir nada.
Cómo iba a escribir, cómo iba a hacerme una foto, cómo
iba a hablar con nadie, cómo iba a sonreír. Fingía, construí un personaje, uno
que sonreía y bebía y charlaba, uno que escuchaba y participaba y consolaba y
abrazaba, pero era como una matrioska,
esas muñequitas rusas de capas y capas idénticas que solo sirven para esconder
la muñequita pequeña e insignificante de su interior.
Era como un recipiente de cristal al que has pegado
una y otra vez las piezas y ya se notan los bordes, las grietas ya no puedes
esconderlas.
Nada me inspiraba, nada me ilusionaba, nada me daba
ganas de esforzarme y me escondía donde más daño sentía por sentir algo, allí donde
me hieren, allí volvía.
Desolada, miserable, incapaz de saber quién era esa
del espejo.
Y le gritaba en silencio a la yo que creía real que me
salvase, que donde fuese que se había ido, por favor que volviese, que volviese
la fuerza de voluntad, la ilusión, la imaginación, la creatividad, la chispa que
me hacía especial, cuándo empecé a ser como todos los demás, que asco, que ira,
estaba tan enfadada, suerte de que fuera una cobarde y no fuese más allá, donde
se iban mis pensamientos cuando tocaba el fondo de la cueva en la que me había
escondido y llevaba tanto ahí que hasta me gustaba, sí, me gustaba la sensación
de autodespreciarme, de autodestruirme y sólo yo sabía que no era esa que
sacaba a la calle, esa que me había inventado.
Sólo yo sabía que mi avatar de mujer normal, que
trabajaba y salía y escuchaba y se reía y amaba y odiaba y vivía, era mentira.
La verdadera yo estaba en coma dentro de mí, con la esperanza de que llegase la magia que la sacase de su ensoñación y a veces, sólo a veces, acercaba el espejo al marrón de mi iris y ahí la veía, agazapada, aunque a veces, esas veces como hoy, sacaba sus garras y al ritmo de la música lograba escribir estas palabras, mientras me gritaba a mí misma, que algún día dejaría que volviese y sería ella quien mandase, sería libre.